Por Rosa C. Elena
Un maestro lúcido con El Quijote en las manos puede hacer mucho más que
cualquier plan educativo.
Arturo
Pérez-Reverte
Uno de los
aspectos más notables de la obra maestra de Cervantes es, como se ha señalado
muchas veces, su carácter universal. El Quijote ha sido definido como «una
exacta representación simbólica de la humanidad»; imagen del mundo y de los más
variados tipos de hombres y mujeres que en él habitan. Contiene, pues, una humanidad
en miniatura, es un verdadero cosmos literario, un espejo de la vida, el libro
en el que de forma «más perfecta están expresadas las grandezas y debilidades
del corazón humano». A Cervantes podemos aplicarle el elogio que don Quijote le
dedica al teatro y a los autores de comedias (en el capítulo XII de la segunda
parte): «[los escritores de comedias y los actores] son instrumentos de hacer
un gran bien, poniéndonos un espejo a cada paso delante, donde se ven al vivo
las acciones de la vida humana, y ninguna comparación hay más al vivo que nos represente
lo que somos y lo que habemos de ser como la comedia y los comediantes».
Pero este es solo un lado del libro-poliedro
que es El Quijote o, mejor dicho, un aspecto de su universalidad, pues
no es únicamente espejo de la humanidad como imagen de esta, sino, de alguna
manera, como modelo digno de imitación, según una antigua –y aún vigente–
acepción de la palabra espejo. Es en este sentido que don Quijote dice de
Rocinante «flor y espejo de los caballos», refiriéndose a su querido compañero
como arquetipo, ejemplo, espejo en que todos los caballos deben «espejarse». El
Quijote entraña, de acuerdo con esta idea, una serie de valores dignos de
ser imitados, preciosas «pepitas de oro», como dice Arturo Pérez-Reverte; pues
es, además de todo, un «manantial de honda filosofía».
Queremos apuntar aquí algunos
elementos que hacen de El Quijote una obra-espejo en los dos sentidos
referidos. Por un lado, señalaremos ciertas cualidades y recursos artísticos
que contribuyen a darle el carácter de espejo-reflejo de la humanidad y de cosmos
literario; y, por otro, queremos anotar algunos valores de El Quijote
que, creemos, le confieren el mérito de ser un libro espejo-modelo para los
hombres. Y aun podemos añadir que El Quijote ha sido también
espejo-modelo como creación artística –fue la primera novela moderna–, ya que
ha ejercido una influencia extraordinaria en la literatura posterior.
El primer elemento, el más evidente,
que le confiere a El Quijote esa vastedad de cosmos, ese carácter de
espejo-reflejo del mundo y sus gentes, es, sin duda, el uso que hace Cervantes del
idioma. Cuando cerramos El Quijote –una lectura de la que no sería
exagerado decir que supera cualquier expectativa y supone un antes y un después
en nuestra vida (no solo) de lectores–, tenemos la impresión de que toda la
lengua española –la lengua en su apogeo, la lengua del Siglo de Oro– está
contenida en él. Sin duda, esta impresión es el resultado de descubrir una magnífica
prosa, versátil, dúctil –culta, popular, natural, artificiosa, arcaica,
moderna, etc., según lo requiera la situación–, que se adecua no solo a los
múltiples personajes del texto cervantino, sino a los diversos géneros
literarios, especialmente a las varias clases de novelas que el autor va entretejiendo
en su obra maestra: la novela de caballerías –que es, aunque en clave paródica,
como la «novela eje» de la narración–, la pastoril, la de costumbres, la de
cautivos, la picaresca, la ejemplar, la satírica, etc. Resulta evidente, por
otra parte, que solo un genio como el de Cervantes lograría reproducir todas
las voces, todos los registros del idioma sin dejar de ser natural y verosímil,
lo que también les da a sus personajes un carácter de vívido realismo.
La riqueza de voces y diferentes
estilos o formas literarias, en los que se mueve Cervantes con tan distintas
tonalidades de la lengua, es consecuencia de otro elemento de la arquitectura
novelesca: la diversidad de asuntos y temas que aborda el autor. Episodios de
amor y desamor, de humor, de parodia, de amistad, aventuras de todo tipo, desde
las más triviales hasta las más gloriosas, reflexiones y discursos se van entrelazando
de un modo armónico. Y la parte más importante de esa arquitectura son los personajes que protagonizan o aparecen en tan diversas historias –que
pasan de 600–, de toda clase: nobles y villanos, pobres y ricos, vulgares y
refinados, heroicos y mezquinos; están allí los personajes más entrañables y
admirables, como don Quijote y Sancho; los más pícaros, como Ginés de Pasamonte;
o los más burlescos, como el matrimonio
de los famosos duques de la segunda parte. A veces, tan solo con unas
pinceladas Cervantes hace que un personaje resulte inolvidable. Salvo los
protagonistas, el mejor ejemplo de cómo el autor da vida a raudales a sus
criaturas quizá sea el de Dulcinea, tan fundamental como invisible. ¿Cómo
podría olvidarse a la famosa mujer que nadie ha visto nunca y sin embargo está
constantemente presente en la obra? Es que Cervantes es maestro incluso en las
ausencias. Hasta Rocinante tiene algo que decir, y lo dice en el prólogo de El
Quijote –en un soneto memorable en el que el metafísico rocín dialoga con Babieca, el
caballo del Cid–; y el rucio –el burrito sin nombre de Sancho–, tan
aparentemente insignificante, también tiene un relieve especial; es evidente,
por ejemplo, en el episodio en que Sancho se va desengañado del gobierno
ficticio de la ínsula y se reencuentra con su humilde compañero. Cervantes ha
creado, como Dickens crearía después, verdaderos símbolos de la humanidad,
atemporales, y, a la vez, personajes con vida propia, entrañables y amables
como si fueran seres humanos de este mundo. Por eso ha dicho Borges que don Quijote
es, al fin y al cabo, un buen amigo. Y esto, dice el escritor, no podría
afirmarse más que de unos pocos personajes de la literatura.
De ahí que también tengamos la
impresión de que la obra no es un estático reflejo de la humanidad, sino un
reflejo vivo, genuino: porque los personajes y las situaciones son tan vívidas,
tan diversas, tan de «carne y hueso», tan emocionantes y tan verosímiles como
la vida misma. Incluso los juegos metaliterarios de Cervantes, los juegos con
el lector, y hasta, por qué no, sus errores, deslices u olvidos contribuyen a
darle ese aliento de naturalidad y realismo. Tanta importancia le daba Cervantes
a la verosimilitud y al buen estilo en la literatura que critica precisamente
la falta de ellos en las novelas de caballerías de su tiempo. No arremete evidentemente
contra la fantasía en sí misma y, de hecho, elogia las obras más logradas de
aquella clase de novelas. Lo que sí critica en los libros de caballerías
decadentes es, entre otras cosas, la falta de verosimilitud, esencial en la
ficción literaria. No sería exagerado suponer que la opinión del canónigo, que
aparece en el capítulo XLVII de la primera parte, corresponda a la del propio
Cervantes. El personaje dice de los malos libros de caballerías: «son en el estilo
duros; en las hazañas, increíbles; en los amores, lascivos; en las cortesías,
malmirados; largos en las batallas, necios en las razones, disparatados en los
viajes, y, finalmente, ajenos de todo discreto artificio y por esto dignos de
ser desterrados de la república cristiana». Cervantes es un artista que tiene
conciencia de su arte, y en su obra rebosan exactamente las cualidades
contrarias a los defectos que señala el canónigo. Destierra, sin duda, los
libros de caballerías, a la vez que, posiblemente sin proponérselo, escribe el
mejor de ellos y al mismo tiempo una nueva clase de novela. Pues El Quijote
es «el último de los libros de caballerías, el definitivo y perfecto, el que
dio el primero y no superado modelo de la novela realista moderna», como afirma
Menéndez Pelayo.
En síntesis, el empleo de la lengua,
el realismo, los recursos estilísticos y el dominio narrativo de Cervantes, «un
auténtico contador de historias», el diseño de sus personajes, el humor, las
aventuras que narra, los recursos metaficcionales del autor, todo contribuye a
plasmar de modo sublime y dar más consistencia a su universo, a ese
espejo-reflejo del mundo.
Pero, al mismo tiempo, como se dijo
antes, puede entenderse la obra como espejo-modelo de la humanidad. Cervantes
no nos revela tan solo un afán mimético y sociológico, por más gloriosa que sea
su mímesis; ni mucho menos se limita el autor a reproducir la realidad tal y
como es en su siglo. Cervantes no ha escrito solo una excelente ficción, con
gracia y buen estilo, que trata de la locura de un hombre que se cree un
caballero andante en la España del Siglo de Oro o las aventuras de los más
variopintos personajes, entre los que se encuentra –en unos y otros– posiblemente
el propio autor. Ni tampoco ha creado tan solo una galería de personajes-símbolos
para la posteridad. La ficción le da alas, sí, para muchas cosas, y, entre
ellas, para ofrecernos también una cierta cosmovisión y unas ciertas enseñanzas,
muchas veces a través de las palabras de los personajes o simplemente de sus
modos de ser y de actuar.
Dígase, por otra parte, que la idea
de espejo como modelo en la literatura es, en realidad, muy antigua, por eso hubo un género narrativo llamado espejo. Los libros-espejo o
libros-ejemplo, durante la Edad Media, se proponían ofrecer pautas de vida a
través de la literatura. Existían así los llamados Espejos de príncipes,
libros en los cuales los jóvenes aspirantes al trono debían «espejarse». Por
otra parte, y aunque su finalidad no era propiamente moral, Cervantes escribió
las Novelas ejemplares e insertó también esta clase de obras en El
Quijote, textos que entrañan enseñanzas imperecederas, fruto de la vieja
idea de deleitar aprovechando. El Quijote no es, ciertamente, un
libro-espejo como los medievales, es en primer término una ficción que
entretiene, pero en él palpitan los más altos y nobles ideales del hombre, por
lo que es de algún modo un libro que inspira y respira los valores que hacen de
él, en definitiva, una obra inmortal: el amor, la lealtad, la justicia, la
valentía, el coraje, la bondad, la sabiduría, la honra, la ternura son algunos de ellos. Estos justifican la afirmación de nuestro
epígrafe, del escritor y académico Pérez-Reverte, y el añadido peso
pedagógico y formativo de la obra.
Y aunque el fin que perseguía
Cervantes al escribir El Quijote era «poner en aborrecimiento de los
hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de caballerías» -lo cual, dígase
de paso, era una hazaña digna de un genio, pues era desterrar una institución
literaria–, el texto es mucho más que una parodia de aquellos libros que, en
franca decadencia, no había «buen estómago que los pudiera leer», como decía el
humanista Juan de Valdés. Es, al fin y al cabo, mucho más trascendental. Porque
si Cervantes eliminó una cosa, puso otra en su lugar; llenó el vacío de la
buena y simple ficción con una ficción mucho más compleja y genial.
A esta trascendencia, y al sentido
de espejo-modelo de la obra, posiblemente contribuya también el realismo de
Cervantes. Podrá decirse que la perspectiva realista del autor quiere
contraponerse a la ficción inverosímil de las novelas de caballerías. Pero hay
que recordar que el realismo es la vertiente preferida de Cervantes, la fórmula
feliz de sus ficciones, de sus mejores Novelas ejemplares (muchas de
ellas anteriores a El Quijote), de sus escritos de fondo autobiográfico.
Cervantes es, como se dijo, un auténtico «contador de historias», cuya pasión son
las aventuras de este mundo -o las que
podrían ocurrir en él- más que
las de mundos imaginarios. Resulta patente su fascinación por la realidad y los
seres que en ella habitan y se mueven. Naturalmente, el mérito literario de una
obra no depende de su carácter fantástico o realista, pero lo cierto es que
Cervantes ha sabido decir mediante el realismo que las aventuras más ordinarias
resultan muchas veces extraordinarias, que los episodios de la vida aparentemente
anodinos pueden ser fascinantes y que el corazón valiente de un hombre común
tiene un poder transformador en este mundo. «Le dice» también a los jóvenes
lectores que el realismo en la literatura no es sinónimo de aburridismo
y de monotonía, sino reflejo de una realidad estimulante, interesante y
misteriosa. Cervantes ha sabido, de modo particular, celebrar la vida, el amor
y la amistad, y hay muchos momentos en que la narración alcanza una atmósfera
singularmente emocionante. Un ejemplo, de entre tantos, podría ser aquel del encuentro en una venta (en el capítulo XXXVII de la primera parte) de un puñado de hombres y mujeres, entre los que están los protagonistas, cada
uno con una historia que contar. Sus vidas se entrecruzan, y el encantamiento
de esta escena tal vez se deba al clima de distensión y reposo, de alegría, de
unión y amistad entre los personajes, después de tantos sinsabores y aventuras. Don Quijote, en
medio de los presentes, demuestra y sorprende por una sabiduría única –es
Cervantes, de la generación de las armas y las letras, que ha luchado y ha
sufrido y, sin embargo, destila sus profundos ideales y esperanzas–. La fuerza interior
del Quijote, un fuego que deslumbra y congrega a todos, es posiblemente la piedra
angular de la obra. Y en todo esto también existe un valor pedagógico. El norte
luminoso de la novela es precisamente la fuerza pujante de los ideales frente a
los vaivenes de la vida y defectos de los hombres, frente a las circunstancias,
las derrotas; una joie de vivre esencial y profunda, una actitud de
fascinación ante la vida, un renacer ante el fracaso campean en toda la obra.
Como decía Carlos Urzaiz, el personaje de "Alonso Quijano murió, pero don Quijote continúa vivo", y siegue siendo, añadimos, un modelo para la humanidad.
Como decía Carlos Urzaiz, el personaje de "Alonso Quijano murió, pero don Quijote continúa vivo", y siegue siendo, añadimos, un modelo para la humanidad.
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