quarta-feira, 25 de abril de 2018

El Quijote, espejo y modelo vivo de la humanidad

 Por Rosa C. Elena

Un maestro lúcido con El Quijote en las manos puede hacer mucho más que cualquier plan educativo.
Arturo Pérez-Reverte

Uno de los aspectos más notables de la obra maestra de Cervantes es, como se ha señalado muchas veces, su carácter universal. El Quijote ha sido definido como «una exacta representación simbólica de la humanidad»; imagen del mundo y de los más variados tipos de hombres y mujeres que en él habitan. Contiene, pues, una humanidad en miniatura, es un verdadero cosmos literario, un espejo de la vida, el libro en el que de forma «más perfecta están expresadas las grandezas y debilidades del corazón humano». A Cervantes podemos aplicarle el elogio que don Quijote le dedica al teatro y a los autores de comedias (en el capítulo XII de la segunda parte): «[los escritores de comedias y los actores] son instrumentos de hacer un gran bien, poniéndonos un espejo a cada paso delante, donde se ven al vivo las acciones de la vida humana, y ninguna comparación hay más al vivo que nos represente lo que somos y lo que habemos de ser como la comedia y los comediantes».
    Pero este es solo un lado del libro-poliedro que es El Quijote o, mejor dicho, un aspecto de su universalidad, pues no es únicamente espejo de la humanidad como imagen de esta, sino, de alguna manera, como modelo digno de imitación, según una antigua –y aún vigente– acepción de la palabra espejo. Es en este sentido que don Quijote dice de Rocinante «flor y espejo de los caballos», refiriéndose a su querido compañero como arquetipo, ejemplo, espejo en que todos los caballos deben «espejarse». El Quijote entraña, de acuerdo con esta idea, una serie de valores dignos de ser imitados, preciosas «pepitas de oro», como dice Arturo Pérez-Reverte; pues es, además de todo, un «manantial de honda filosofía».
    Queremos apuntar aquí algunos elementos que hacen de El Quijote una obra-espejo en los dos sentidos referidos. Por un lado, señalaremos ciertas cualidades y recursos artísticos que contribuyen a darle el carácter de espejo-reflejo de la humanidad y de cosmos literario; y, por otro, queremos anotar algunos valores de El Quijote que, creemos, le confieren el mérito de ser un libro espejo-modelo para los hombres. Y aun podemos añadir que El Quijote ha sido también espejo-modelo como creación artística –fue la primera novela moderna–, ya que ha ejercido una influencia extraordinaria en la literatura posterior.


    El primer elemento, el más evidente, que le confiere a El Quijote esa vastedad de cosmos, ese carácter de espejo-reflejo del mundo y sus gentes, es, sin duda, el uso que hace Cervantes del idioma. Cuando cerramos El Quijote –una lectura de la que no sería exagerado decir que supera cualquier expectativa y supone un antes y un después en nuestra vida (no solo) de lectores–, tenemos la impresión de que toda la lengua española –la lengua en su apogeo, la lengua del Siglo de Oro– está contenida en él. Sin duda, esta impresión es el resultado de descubrir una magnífica prosa, versátil, dúctil –culta, popular, natural, artificiosa, arcaica, moderna, etc., según lo requiera la situación–, que se adecua no solo a los múltiples personajes del texto cervantino, sino a los diversos géneros literarios, especialmente a las varias clases de novelas que el autor va entretejiendo en su obra maestra: la novela de caballerías –que es, aunque en clave paródica, como la «novela eje» de la narración–, la pastoril, la de costumbres, la de cautivos, la picaresca, la ejemplar, la satírica, etc. Resulta evidente, por otra parte, que solo un genio como el de Cervantes lograría reproducir todas las voces, todos los registros del idioma sin dejar de ser natural y verosímil, lo que también les da a sus personajes un carácter de vívido realismo.
    La riqueza de voces y diferentes estilos o formas literarias, en los que se mueve Cervantes con tan distintas tonalidades de la lengua, es consecuencia de otro elemento de la arquitectura novelesca: la diversidad de asuntos y temas que aborda el autor. Episodios de amor y desamor, de humor, de parodia, de amistad, aventuras de todo tipo, desde las más triviales hasta las más gloriosas, reflexiones y discursos se van entrelazando de un modo armónico. Y la parte más importante de esa arquitectura son los personajes que protagonizan o aparecen en tan diversas historias –que pasan de 600–, de toda clase: nobles y villanos, pobres y ricos, vulgares y refinados, heroicos y mezquinos; están allí los personajes más entrañables y admirables, como don Quijote y Sancho; los más pícaros, como Ginés de Pasamonte; o  los más burlescos, como el matrimonio de los famosos duques de la segunda parte. A veces, tan solo con unas pinceladas Cervantes hace que un personaje resulte inolvidable. Salvo los protagonistas, el mejor ejemplo de cómo el autor da vida a raudales a sus criaturas quizá sea el de Dulcinea, tan fundamental como invisible. ¿Cómo podría olvidarse a la famosa mujer que nadie ha visto nunca y sin embargo está constantemente presente en la obra? Es que Cervantes es maestro incluso en las ausencias. Hasta Rocinante tiene algo que decir, y lo dice en el prólogo de El Quijote –en un soneto memorable en el que el metafísico rocín dialoga con Babieca, el caballo del Cid–; y el rucio –el burrito sin nombre de Sancho–, tan aparentemente insignificante, también tiene un relieve especial; es evidente, por ejemplo, en el episodio en que Sancho se va desengañado del gobierno ficticio de la ínsula y se reencuentra con su humilde compañero. Cervantes ha creado, como Dickens crearía después, verdaderos símbolos de la humanidad, atemporales, y, a la vez, personajes con vida propia, entrañables y amables como si fueran seres humanos de este mundo. Por eso ha dicho Borges que don Quijote es, al fin y al cabo, un buen amigo. Y esto, dice el escritor, no podría afirmarse más que de unos pocos personajes de la literatura.
    De ahí que también tengamos la impresión de que la obra no es un estático reflejo de la humanidad, sino un reflejo vivo, genuino: porque los personajes y las situaciones son tan vívidas, tan diversas, tan de «carne y hueso», tan emocionantes y tan verosímiles como la vida misma. Incluso los juegos metaliterarios de Cervantes, los juegos con el lector, y hasta, por qué no, sus errores, deslices u olvidos contribuyen a darle ese aliento de naturalidad y realismo. Tanta importancia le daba Cervantes a la verosimilitud y al buen estilo en la literatura que critica precisamente la falta de ellos en las novelas de caballerías de su tiempo. No arremete evidentemente contra la fantasía en sí misma y, de hecho, elogia las obras más logradas de aquella clase de novelas. Lo que sí critica en los libros de caballerías decadentes es, entre otras cosas, la falta de verosimilitud, esencial en la ficción literaria. No sería exagerado suponer que la opinión del canónigo, que aparece en el capítulo XLVII de la primera parte, corresponda a la del propio Cervantes. El personaje dice de los malos libros de caballerías: «son en el estilo duros; en las hazañas, increíbles; en los amores, lascivos; en las cortesías, malmirados; largos en las batallas, necios en las razones, disparatados en los viajes, y, finalmente, ajenos de todo discreto artificio y por esto dignos de ser desterrados de la república cristiana». Cervantes es un artista que tiene conciencia de su arte, y en su obra rebosan exactamente las cualidades contrarias a los defectos que señala el canónigo. Destierra, sin duda, los libros de caballerías, a la vez que, posiblemente sin proponérselo, escribe el mejor de ellos y al mismo tiempo una nueva clase de novela. Pues El Quijote es «el último de los libros de caballerías, el definitivo y perfecto, el que dio el primero y no superado modelo de la novela realista moderna», como afirma Menéndez Pelayo.
    En síntesis, el empleo de la lengua, el realismo, los recursos estilísticos y el dominio narrativo de Cervantes, «un auténtico contador de historias», el diseño de sus personajes, el humor, las aventuras que narra, los recursos metaficcionales del autor, todo contribuye a plasmar de modo sublime y dar más consistencia a su universo, a ese espejo-reflejo del mundo.


    Pero, al mismo tiempo, como se dijo antes, puede entenderse la obra como espejo-modelo de la humanidad. Cervantes no nos revela tan solo un afán mimético y sociológico, por más gloriosa que sea su mímesis; ni mucho menos se limita el autor a reproducir la realidad tal y como es en su siglo. Cervantes no ha escrito solo una excelente ficción, con gracia y buen estilo, que trata de la locura de un hombre que se cree un caballero andante en la España del Siglo de Oro o las aventuras de los más variopintos personajes, entre los que se encuentra –en unos y otros– posiblemente el propio autor. Ni tampoco ha creado tan solo una galería de personajes-símbolos para la posteridad. La ficción le da alas, sí, para muchas cosas, y, entre ellas, para ofrecernos también una cierta cosmovisión y unas ciertas enseñanzas, muchas veces a través de las palabras de los personajes o simplemente de sus modos de ser y de actuar.
    Dígase, por otra parte, que la idea de espejo como modelo en la literatura es, en realidad, muy antigua, por eso hubo un género narrativo llamado espejo. Los libros-espejo o libros-ejemplo, durante la Edad Media, se proponían ofrecer pautas de vida a través de la literatura. Existían así los llamados Espejos de príncipes, libros en los cuales los jóvenes aspirantes al trono debían «espejarse». Por otra parte, y aunque su finalidad no era propiamente moral, Cervantes escribió las Novelas ejemplares e insertó también esta clase de obras en El Quijote, textos que entrañan enseñanzas imperecederas, fruto de la vieja idea de deleitar aprovechando. El Quijote no es, ciertamente, un libro-espejo como los medievales, es en primer término una ficción que entretiene, pero en él palpitan los más altos y nobles ideales del hombre, por lo que es de algún modo un libro que inspira y respira los valores que hacen de él, en definitiva, una obra inmortal: el amor, la lealtad, la justicia, la valentía, el coraje, la bondad, la sabiduría, la honra, la ternura son algunos de ellos. Estos justifican la afirmación de nuestro epígrafe, del escritor y académico Pérez-Reverte, y el añadido peso pedagógico y formativo de la obra. 
   Y aunque el fin que perseguía Cervantes al escribir El Quijote era «poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de caballerías» -lo cual, dígase de paso, era una hazaña digna de un genio, pues era desterrar una institución literaria–, el texto es mucho más que una parodia de aquellos libros que, en franca decadencia, no había «buen estómago que los pudiera leer», como decía el humanista Juan de Valdés. Es, al fin y al cabo, mucho más trascendental. Porque si Cervantes eliminó una cosa, puso otra en su lugar; llenó el vacío de la buena y simple ficción con una ficción mucho más compleja y genial.


            
    A esta trascendencia, y al sentido de espejo-modelo de la obra, posiblemente contribuya también el realismo de Cervantes. Podrá decirse que la perspectiva realista del autor quiere contraponerse a la ficción inverosímil de las novelas de caballerías. Pero hay que recordar que el realismo es la vertiente preferida de Cervantes, la fórmula feliz de sus ficciones, de sus mejores Novelas ejemplares (muchas de ellas anteriores a El Quijote), de sus escritos de fondo autobiográfico. Cervantes es, como se dijo, un auténtico «contador de historias», cuya pasión son las aventuras de este mundo  -o las que podrían ocurrir en él- más que las de mundos imaginarios. Resulta patente su fascinación por la realidad y los seres que en ella habitan y se mueven. Naturalmente, el mérito literario de una obra no depende de su carácter fantástico o realista, pero lo cierto es que Cervantes ha sabido decir mediante el realismo que las aventuras más ordinarias resultan muchas veces extraordinarias, que los episodios de la vida aparentemente anodinos pueden ser fascinantes y que el corazón valiente de un hombre común tiene un poder transformador en este mundo. «Le dice» también a los jóvenes lectores que el realismo en la literatura no es sinónimo de aburridismo y de monotonía, sino reflejo de una realidad estimulante, interesante y misteriosa. Cervantes ha sabido, de modo particular, celebrar la vida, el amor y la amistad, y hay muchos momentos en que la narración alcanza una atmósfera singularmente emocionante. Un ejemplo, de entre tantos, podría ser aquel del encuentro en una venta (en el capítulo XXXVII de la primera parte) de un puñado de hombres y mujeres, entre los que están los protagonistas, cada uno con una historia que contar. Sus vidas se entrecruzan, y el encantamiento de esta escena tal vez se deba al clima de distensión y reposo, de alegría, de unión y amistad entre los personajes, después de tantos sinsabores y aventuras. Don Quijote, en medio de los presentes, demuestra y sorprende por una sabiduría única –es Cervantes, de la generación de las armas y las letras, que ha luchado y ha sufrido y, sin embargo, destila sus profundos ideales y esperanzas–. La fuerza interior del Quijote, un fuego que deslumbra y congrega a todos, es posiblemente la piedra angular de la obra. Y en todo esto también existe un valor pedagógico. El norte luminoso de la novela es precisamente la fuerza pujante de los ideales frente a los vaivenes de la vida y defectos de los hombres, frente a las circunstancias, las derrotas; una joie de vivre esencial y profunda, una actitud de fascinación ante la vida, un renacer ante el fracaso campean en toda la obra.
   Como decía Carlos Urzaiz, el personaje de "Alonso Quijano murió, pero don Quijote continúa vivo", y siegue siendo, añadimos, un modelo para la humanidad.




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