En un texto escrito hace más de
dos mil años –pero de una abrumadora[1]
actualidad–, decía Aristóteles que el poeta trágico “al componer la fábula [la
historia, la trama de la obra], […] debe asumir también, en cuanto sea posible,
las actitudes de sus personajes, pues […] mueven más los ánimos aquellos que
están apasionados, y con mayor realismo agita el que está agitado, y enoja el
que está enojado. El arte de la poesía es, pues, propio de los que se
encuentran exaltados o de los ingeniosos; estos son aptos para imaginar;
aquellos propensos al éxtasis poético” [2].
En el caso de la poesía lírica, aquella que
descubre los sentimientos y los estados de ánimo del “yo lírico” (y, detrás de
él, muchas veces los del poeta), la "pena literaria" resulta no solo más fácil de
“ser asumida o vivida” –pues nace muchas veces de un sentimiento real,
verdadero, de alguna experiencia vital que el poeta recrea o transforma o
vierte en la creación tal como la ha vivido realmente–, sino que además tantas
veces es el motivo de la inspiración, la razón misma de la creación literaria,
quizá una forma de catarsis[3]...
Difícil es determinar el grado de verdad, de sinceridad, de correspondencia
entre la experiencia vital y la literatura; saberlo resultaría un dato enriquecedor,
sin duda, pero extraliterario al fin y al cabo[4]. Sin
embargo, a nadie se le escapa[5] que
muchos de los mejores textos de la literatura universal de todos los tiempos se
han nutrido del dolor, del desengaño, del desamor, de una profunda pena. Se diría
que la pena es terreno fertilísimo en la literatura, especialmente en la poesía;
porque existe, además, un mecanismo de consolación en la creación literaria, de
catarsis, como decíamos antes (de la que también hablará Aristóteles, aunque
aplicada no al poeta sino al público).
Así tenemos, por ejemplo, esa obra enorme
que son las Coplas por la muerte de su padre de Jorge Manrique, del
siglo XV, nacida del dolor de una pérdida particular y personal que, no
obstante, el poeta transforma en un texto universal, en bellísimas reflexiones sobre
lo efímero, la muerte, el valor del tiempo, etc. En el Siglo de Oro de la literatura española,
Cervantes nos da con el El Quijote aquella carta de amor en la que se
manifiesta el desgarro[6]
del corazón del protagonista por la ausencia de la amada, es decir, tenemos una
sentida misiva del Quijote a Dulcinea, carta que Pedro Salinas ha llamado el
más bello texto de amor escrito en lengua española. Comienza con aquella
inolvidable frase: “El ferido de punta de ausencia y el llagado de las telas
del corazón[7],
dulcísima Dulcinea del Toboso, te envía la salud que él no tiene”. Aunque se
trate de una pura ficción, incluso dentro de la ficción de la obra, pues
Dulcinea como tal existe solo en la mente del personaje, el amor y el dolor son
auténticos en el personaje y, por eso mismo, como diría Aristóteles, nos
conmueven.
Más tarde, en el siglo XIX, Gustavo Adolfo
Bécquer, que es, en cierto sentido, el prototipo de la poesía de la no
correspondencia amorosa, escribe una de las páginas más recordadas y
entrañables[8]
de toda la literatura española, Volverán las oscuras golondrinas, cuyo
tema es el desamor, la no correspondencia. Y en el siglo XX, Pablo Neruda dice
en un majestuoso verso alejandrino[9]: “Puedo
escribir los versos más tristes esta noche…”, porque ha perdido (afectivamente,
por una ruptura) a la mujer amada.
Se suma a estos y muchos otros ejemplos de
la mejor literatura española inspirada en la pena o el desengaño, un inmortal soneto
de Jorge Luis Borges, 1964. El tema es, otra vez, el desamor, la ruptura,
la no correspondencia de la mujer amada… Borges no recurre a tópicos fáciles y
previsibles, a sentimientos “inflados” o artificialmente almibarados[10],
a pesar de que en su texto está la luna, los jardines, la guitarra, la soledad…
Los sentimientos y las cosas son los mismos de hace miles de años, pues en esto
radica la grandeza de la literatura, en arreglárselas[11]
para decir lo de siempre de un modo único, en encontrar metáforas originales –pues
misteriosamente estas resultan inagotables–.
Parece ya muy borgiano el escueto[12] título,
1964, un año, una fecha que se marca como en una lápida... no se dicen
nombres, pero aquella experiencia ha quedado estampada en el tiempo. El tono
sobrio y hondo del poema, el ritmo lento y majestuoso que le imprime la
cadencia del soneto, el lenguaje sencillo y controlado y los hallazgos[13]
metafóricos (“[…]Ya no hay / una luna que no sea espejo del pasado / cristal de
soledad, sol de agonías”) hacen de él una especie de escultura en palabras;
otra vez, lo que parece trillado[14] y
difícil de decir de un modo original es singular y artístico; espejo de algo
único, de lo que vive un ser humano de modo intransferible, pero universal al
mismo tiempo –allí se reflejan tantos corazones que han vivido algo semejante–.
Borges logra el “éxtasis poético”, ese misterio llamado arte que queda grabado
en la memoria… Los dejo pues con 1964 (se trata en realidad de dos sonetos
sobre el mismo tema. El que ponemos aquí es el primero).
1964
I
Ya no es mágico el mundo. Te han dejado.
Ya no compartirás la clara luna
ni los lentos jardines. Ya no hay una
luna que no sea espejo del pasado,
cristal de soledad, sol de agonías.
Adiós las mutuas manos y las sienes[15]
que acercaba el amor. Hoy sólo tienes
la fiel memoria y los desiertos días.
Nadie pierde (repites vanamente)
sino lo que no tiene y no ha tenido
nunca, pero no basta ser valiente
para aprender el arte del olvido.
Un símbolo, una rosa, te desgarra
y te puede matar una guitarra[16].
Jorge Luis Borges
Del libro El otro, el mismo
[2] Se trata de la Poética de Aristóteles (s. IV a.
C.), obra fundacional de la teoría literaria y en muchos sentidos insuperable.
[3] Catarse: Aristóteles habla de
la catarsis en la Poética; es la expurgación de las pasiones de la
piedad y el temor en el público a través de la obra trágica. También se
extiende el concepto a la purgación, canalización o “liberación” de los
sentimientos, especialmente los dolorosos.
[6] De garra: lo que se rompe, se
deshace. En este caso, en sentido metafórico: que causa gran pena o despierta
mucha compasión (DLE).
[8]Apreciadas, queridas, adorables, conmovedoras,
profundas.
[10] De almíbar, “calda” de las frutas en las que se las conserva
(“melocotones / duraznos en almíbar, higos en almíbar, etc.), líquido dulce.
[13] Achados. En el caso de la literatura, un hallazgo es una idea,
una imagen, etc., muy bien lograda, oportuna, brillante, original…
[14] Muy repetido, conocido, “trilhado”.
[15] Têmporas.
[16] Violão.
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